1519 · Cempoala

Crepúsculo de altas llamas en la costa de Veracruz. Once naves están ardiendo y arden los soldados rebeldes que cuelgan de los penoles de la nave capitana. Mientras abre sus fauces la mar devorando las fogatas, Hernán Cortés, de pie sobre la arena, aprieta el pomo de la espada y se descubre la cabeza.
No sólo las naves y los ahorcados se han ido a pique. Ya no habrá regreso; ni más vida que la que nazca desde ahora, así traiga consigo el oro y la gloria o la acompañe el buitre de la derrota. En la playa de Veracruz se han hundido los sueños de quienes bien quisieran volverse a Cuba, a dormir la siesta colonial en hamacas de redes, envueltos en melenas de mujer y humos de tabaco: la mar conduce al pasado y la tierra al peligro. A lomo de caballo irán los que han podido pagarlo, y a pie los demás: setecientos hombres México adentro, hacia la sierra y los volcanes y el misterio de Moctezuma.
Cortés se ajusta su sombrero de plumas y da la espalda a las llamas. De un galope llega al caserío indígena de Cempoala, mientras se hace la noche. Nada dice a la tropa. Ya se irán enterando. Bebe vino, solo en su tienda. Quizás piensa en los hombres que mató sin confesión o en las mujeres que acostó sin boda desde sus días de estudiante en Salamanca, que tan remotos parecen, o en sus perdidos años de burócrata en las Antillas, durante el tiempo de la espera. Quizás piensa en el gobernador Diego Velázquez, que pronto temblará de furia en Santiago de Cuba. Seguramente sonríe si piensa en ese sopeso dormilón, cuyas órdenes nunca más obedecerá; o en la sorpresa que espera a los soldados que está escuchando reír y maldecir en las ruedas de dados y naipes del campamento.
Algo de eso le anda en la cabeza, o quizás la fascinación y el pánico de los días por venir; y entonces alza la mirada, la ve en la puerta y a contraluz la reconoce. Se llamaba Malinali o Malinche cuando se la regaló el cacique de Tabasco. Se llama Marina desde hace una semana.
Cortés habla unas cuantas palabras mientras ella, inmóvil, espera. Después, sin un gesto, la muchacha se desata el pelo y la ropa. Un revoltijo de telas de colores cae entre sus pies desnudos y él calla cuando aparece y resplandece el cuerpo.
A pocos pasos de allí, el soldado Bernal Díaz del Castillo escribe, a la luz de la luna, la crónica de la jornada. Usa de mesa un tambor.



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