Tonto, tontísimo. Me hubieras convencido, claro. Sólo una vez dije Ramón adentro de tu boca, debajo de tu lengua. Ahogada, feliz. Tonto. Pobrecito. Ahí, en ti, estaba el niño, la criatura. Y tus ojos oscuros, qué susto, qué estupor. Con esta mano pasé por ellos, los cerré cuando estaba segura de que era un juego, de que en seguida ibas a abrirlos. Después no. Alguien los habrá cerrado. Yo no te vi. Es decir, no vi a Eso que decían que eras tú. Los ojos, Tus Ojos. Es todo el recuerdo, o casi todo. Me mirabas ansioso. Fue así que empezaste a convencerme. Ramón tonto. Viejito. Seguramente soy culpable. ¿Quién no lo es? Si hubiera dicho Sí. Pero no podía decirlo. Ahora sí puedo y para qué sirve. Ahora ya vi la odiosa cara de Hugo cuando me trajo la noticia. Pero cuando me preguntaste, yo no la había visto, no sabía que existía. Hugo no es bueno, nunca lo fue. Pero yo no sabía. Ahora será imposible quererlo, y además será difícil tenerle piedad. Como ves, todo es una trampa, una cochinada. El Viejo ha vencido. Pero quién sabe. Tonto, tontísimo, ¿qué nos importa el Viejo? Ni siquiera tuve tiempo de contarte nada. Todas esas cosas que Hugo ignora; que no sabrá jamás. Mi verdadera, insignificante vida que nunca dije a nadie. Cuando en la cuadra había una sola casa, y era la nuestra, la de mis padres. Cuando yo iba corriendo hasta las rocas y dejaba colgar mis piernas flacas, y el agua empezaba a crecer y me mojaba hasta los tobillos, y un frío agradable, cómplice, me subía por la espalda y se instalaba en la nuca, y yo me ponía a temblar, pero sin temblor, en una levísima conmoción que era como un goce, el primero tal vez. No hubo manera de contarte nada. Cuando en los tiempos de la primera regla, yo cerraba violentamente los ojos y cruzaba más violentamente aún los brazos sobre el pecho e inventaba así una noche inexpugnable pero recorrida por chisporroteos, y entonces comenzaba a volar sin alas, como un bólido rígido, y sintiendo una fuerte presión en las sienes. Y cuando la abuela gallega me pasaba la mano, floja pero segura, por la frente, y yo iba moviendo lentamente la cabeza para que la palma inmóvil recorriera obligatoriamente mis ojos, mi nariz, mi boca, mis orejas, mi pescuezo. Y cuando por primera vez vi un hombre desnudo, un pobre tipo que se ponía los pantalones entre los tamarices, y vomité al descubrir esa insolente y asombrosa versión del sexo. Y cuando me recomendaron que no mirara el sol durante el eclipse y yo igual miré, aunque por las dudas con un solo ojo, y nunca más volví a ver como antes. Y cuando y cuando y cuando. Nada de eso pude contarte. Querido. Claro que puedo imaginarte, pero no sirve. No puedes tocarme y sin embargo mi piel está a la espera. No puedes tocarme porque no puedo convencer a mi piel, y es horrible. Puedo imaginarte, claro, en aquella única vez. Parecías tan desesperadamente feliz. Hubo un instante de silencio, con una confusa crispación de voces allá abajo en la playa, pero de todos modos era silencio. Hubo un instante en que estuvimos inmóviles, sin tocarnos. Y ese es el momento que mejor puedo ahora instalar aquí en el vacío, porque el silencio concreto, la imagen concreta, son sucedáneos de algo tuyo, pero en cambio no hay nada que sustituya a tus manos. Y si paso mis propias manos por mis muslos, por mi cadera, por mi vientre, por mis pechos, si me recorro con mis manos, cerrando los ojos y tratando de convencerme de que son las tuyas, sé que terminaré en una gran vergüenza, en unos pobres sacudones de angustia, en una soledad miserable y grotesca. Tengo que matarlo, dijiste cuando yo dormía. Y tu voz se introdujo en mi sueño, en ese sueño donde estaba derrumbándose un tabique y detrás de él había un cielo deslumbrante y atroz, y yo podía mirarme sin conmiseración. Tengo que matarlo, dijiste una y otra vez y la frase empezó a salir por altavoces, y yo me tapaba los oídos pero igual veía cómo los altavoces movían los labios y estaba segura de que siempre repetían lo mismo. Tengo que matarlo, dijiste la última vez, pero entonces yo estaba despierta, y sin embargo me hice la entredormida y simplemente te pregunté: ¿Qué?, y me contestaste: Si yo no hablé. Claro que la mía no fue una buena pregunta. Tampoco la tuya fue una buena respuesta. Yo estaba alelada, y tú no tenías ni me tenías confianza. Éramos dos seres débiles y heridos. Si pudiera recoger los escasos recuerdos diseminados. Pero, además, ¿de qué sirven? No soy una morbosa, soy un ser normal. Hasta los doce años dormí abrazada a mi muñeca, mi pobre muñeca tuerta y renga. Fue el perro que le rompió una pierna y se comió el ojo, pero no quise que mamá la mandara al taller. Dormí abrazada hasta los doce años, y mucho después vino Hugo, que de algún modo era, es, un muñeco y también un inválido. Pero sólo una noche dormí abrazándolo, y él apenas dijo: Hace demasiado, demasiado calor. Soy un ser normal que quiere asirse a algo. No me importa que después vengan el desencanto y la muerte, sólo pretendo un consuelo temporario, un consuelo para la piel. ¿Por qué mi palma se ahueca, sola e impotente, cuando pienso en tus hombros caídos, en tus piernas fuertes y velludas, en tu nuca indefensa, de chiquilín? Había dos lunares abultados como cicatrices. Y allá abajo el vello era suave y enredado. Una podía pasar los dedos como un peine, presionando levemente para deshacer los pocos nudos, y seguir. Oh, seguir. Ramón, Ramón, Ramón. ¿Y ahora? ¿Qué hacer con esta desesperación, con esta podredumbre? El Viejo, en el entierro, como un irrisorio monumento, como un prócer tóxico, dosificando sus estremecimientos para que el público, trepado sobre los canteros o apoyado en las lápidas, tomara buena nota de su dolor de padre conmovidamente famoso. Y Hugo sin llanto, con el odio inmóvil sobre los pómulos. Y el Viejo poniéndole una mano despreciativa sobre el hombro cobarde, resentido. El Viejo. ¿Por qué no lo mataste? Claro que si lo hubieras hecho, ahora estaría preguntándote con la misma ansiedad: ¿Por qué lo mataste? Al menos no sería una pregunta en el vacío. Eso suele ocurrir cuando uno se pone a comparar la desgracia mayor con la desgracia menor; esta parece entonces una suerte feroz, sólo porque no fue, sólo porque lo acontecido fue la desgracia mayor. Ramón, tonto, tontísimo, claro que prefería saberte asesino, parricida, antes que saberte esto. Iba a pensar Cadáver. Pero quién sabe qué eres. Espíritu, alma en pena. O nada, estrictamente nada. Sería tan cómodo creer en Dios y saber que de algún modo resides en su seno, en su inmensa voluntad, en su vieja urdimbre. Sería tan cómodo imaginar que ahora respiras con otro aliento, desprendido de esta mugre, sin angustia ni dicha, como un simple poro o como una gran ocasión flotante, provisto de siglos antes y de siglos después, con un pasado que es amarga experiencia necesaria y un futuro que es eternidad sin sobresaltos. Sería tan cómodo, pero no puedo. Y es una lástima, porque es horriblemente inconfortable pensar que, en vez de eso, eres nada, nada, nada. Se acabó la sangre fría. Quién sabe, a lo mejor puedo enloquecer. A lo mejor, si me miro al espejo fijamente, abriendo bien los ojos y apretando los labios hasta lograr una perplejidad desproporcionada a mis orejas, a mi boca, a mi nariz, a mis cejas; a lo mejor puedo así inundarme de un zumbido interior que me impida escuchar la letanía de los pésames, las maldiciones de Hugo, aquella radio que aturde, esa sirena de los patrulleros; a lo mejor puedo así evadirme a una región que no tenga memoria, que no tenga Ramón, que no tenga mi piel acariciada por Ramón. Pero tampoco. Nunca podré enloquecer. Ni siquiera matarme. Tengo la espesa, desgraciada suerte de ser normal. Y aún dentro de esta desesperación, aún así, con la cabeza ahogada por la almohada, soy capaz de pensar que dentro de una semana, o un mes, o más tarde aún, abriré el ropero y miraré todos mis vestidos, y elegiré uno, claro que no podrá ser aquel que Ramón me fue quitando, escogeré después el collar y los clips que vayan bien con el vestido, y me pasaré el lápiz por los labios que él, oh que él, y veré si están en la cartera el llavero, el carnet y los cigarrillos, y vigilaré otra vez el peinado antes de otorgarme el visto buen final, y bajaré al estudio de Hugo y rozaré apenas su mejilla y él me dirá: Me alegro de que estés más animada. Y le preguntaré si puedo llevar el coche, y él dirá que sí, y la muchacha sonreirá de lejos y correrá a abrirme el garage, y yo daré vuelta la llave y escucharé el ronquido familiar del motor, y pondré primera, apretaré suavemente el acelerador, y saldré a la luz, que será una luz extraña y metálica, con las verjas estriadas como en un aguafuerte, y los árboles quietos, con sus copas en triángulos secos. Y tomaré por la Rambla y bajaré el vidrio, y el aire me golpeará la cara, y por debajo del maquillaje sentiré que tengo arrugas y terribles ojeras y hasta varios proyectos de muecas, pero estaré tranquila y a pesar de todo sonreiré, aunque se trate de una sonrisa opaca, sin convicción, porque naturalmente hay que vivir y hay que guardar bajo siete llaves el furor por legítimo que sea, y junto con el furor hay que guardar el espanto. Y sin embargo no podré evitar el recuerdo de otro viaje por la Rambla. Guardar el espanto. Porque soy una hembra destruida. Lo soy aquí en la cama, con la cara llorosa escondida en la almohada, y lo seré ese día, con la piel maquillada y sin poros. Guardar el espanto, pero con urgencia. Porque soy una hembra destruida y solitaria. Y la nostalgia llegará a mi cabeza como le llega ahora, desde abajo. El aire golpeará en mi cara y mis arrugas existirán, no hay duda. No sólo las que tengo desde ya, sino las que sólo están diseñando sus pliegues. Y acaso todo vaya más o menos bien hasta que me acerque a La Goleta. Porque allí me llevó. Me llevaste. Tontísimo. Allí dijiste: Es una barbaridad, claro, pero te quiero. Guardar el espanto. O tal vez sea imposible. Porque al llegar a La Goleta es casi seguro que no podré soportarlo y estallaré, o me echaré a llorar tan convulsivamente como ahora, o perderé el sentido y mi cabeza caerá sobre el volante, y la bocina empezará a sonar, y acaso suene un rato largo, como una pobre alarma en el desierto.